Oscar Monroy
Interrumpo la serie de artículos, para escribir un recordatorio acerca de Oscar Monroy.
Cuando le conocí, Oscar buscaba enseñarles a hablar en público a la gente. Y al concluir aquellos cursos, la prueba para saber si habían pasado o no sus enseñanzas, consistía en llevar a sus alumnos, y ponerlos frente a un grupo de los más acérrimos maleantes nogalenses que se encontraran el Cereso local, dejándoles allí por cierto tiemo po para que les hablaran. Después de cierto número de minutos, regresaba para ver a cuántos de los reclusos habían hecho llorar sus alumnos.
Cuando le conocí, Oscar buscaba enseñarles a hablar en público a la gente. Y al concluir aquellos cursos, la prueba para saber si habían pasado o no sus enseñanzas, consistía en llevar a sus alumnos, y ponerlos frente a un grupo de los más acérrimos maleantes nogalenses que se encontraran el Cereso local, dejándoles allí por cierto tiemo po para que les hablaran. Después de cierto número de minutos, regresaba para ver a cuántos de los reclusos habían hecho llorar sus alumnos.
En cierta
ocasión me dijo Oscar que su mujer, Elenita, merecía gran parte del título de
abogado que le habían otorgado a él. Ella le había ayudado en sus clases y
exámenes asociados, al grado de que ella sabía todo lo necesario para ser un
brillante abogado. Sin embargo, Elenita escogió el camino de la maternidad y de
su casa, así como también ser la mujer mexicana abnegada que dejó atrás su
identidad de hija, de hermana... ¿Pero que digo? entre sus tesoros más
preciados, estoy seguro de que guarda todavía ella una instantánea, en blanco y
negro, que muestra a un entonces joven escalando el volcán popocatépetl. Ese
joven es su hermano, el hoy Padre Javier, el Pato.
En 1957,
cuando vivían en el piso fulano de un edificio de departamentos en la Cd. de
México, durante el temblor de ese año, en medio de la conmoción, Oscar se asomó
por la ventana y estaba viendo cómo saltar a un poste eléctrico para salvarse.
Elenita, que estaba embarazada no recuerdo de quién, después le preguntó que si cómo le habría hecho para ayudarle a
brincar el vacío, a lo que el licenciado le respondió sin darse cuenta de lo que esa
respuesta implicaba: "No. Si estaba viendo cómo salvarme yo"
De esta
manera, salpicando las anécdotas de su existencia terrenal, me fue Oscar
comunicando gajos de su pasado, me fue
transmitiendo momentos de una existencia que fue única y que hoy venimos a
recordar.
En otra
ocasión declamaba "el seminarista de los ojos verdes" frente a un
público en un café que, atónito, le escuchaba, cuando los médicos ya le habían
prohibido comer azúcar, debido a una incipiente diabetes. En eso estaba,
cuando cambió su atención a otro
comensal que, descuidadamente se servía azúcar inclinando la azucarera, de esas
que hay en los cafés, y al ver que el pobre individuo aquel no paraba de
servirse azúcar. Sin el menor miramiento, únicamente me dijo con una voz que se
dejaba escuchar hasta los más recónditos rincones nogalenses, mientras me
jalaba la manga de la camisa: "¡Mira. Puro Veneno!"
¡Ese era
Oscar! ¡Esas, sus aparentes excentricidades! Sin embargo, estoy seguro de que todo eso era meramente un
intento de auto justificación ante ella, un truco para hacerle creer a Elenita
que seguía sus consejos. Un decirle: "Pero si te hago caso en tus
cuidados." Sin embargo, las escapadas que se daba, alguien las recordará,
para comer birria eran una prueba fehaciente de lo que digo.
Oscar era
de una mentalidad demasiado fuerte, para quien los vericuetos, las sutilezas de
lo mundano no funcionaban. En otro momento, aquí en Nogales, cuando intentó
resolver el problema de una vista de plástico que estaba suelta en la mesa de
su cocina, orgulloso de su obra, me dijo cuando llegué a visitarle, que ya
había resuelto ese problema. Su solución: clavar la cinta que mediría una
pulgada de ancho, con clavos de tres pulgadas, cuyas cabezas asomaban, todos
retorcidas, entre lo liso del plástico. Así de bárbaro era Oscar y así las
situaciones a las que tuvo que enfrentarse Elenita para que su casa tuviese un
viso de hogar.
Oscar tenía
una actitud que no permitía medias tintas en relación con su persona: no me
dejará mentir Justina, la secretaria de IMFOCULTA, a donde él iba
religiosamente a firmar. Ponía su firma en el papel, sin fijarse en el lugar en
que lo hacía, y lo mismo pasaba cuando iba caminando por la calle, ya que de antemano sabía
que los autos se detendrían a su paso. Para Oscar, los detalles, sobraban.
Ya no
escucharemos aquellas quejas contra los gatos que había en su casa, después de
que éstos suplieron a los perros que acostumbraba tener. "¡Mira
madre!" (como acostumbraba decirle él a Elenita) "El gato se comió al
cenzontle." Eso me sucedió la última vez que le fui a visitar, en esta
primavera que comienza, en una queja que dice enormidades. Y la santa mujer se
entretenía en la cocina, haciendo como que trabajaba con los platos, mientras
en realidad lo cuidaba de sus excentricidades.
En cierta
ocasión en que había llamado "asesino" al entonces presidente Díaz
Ordaz, y se había negado a darle la mano, volteándose para darle la espalda,
supe que en la Cd. de México, todo el grupo de sonorenses se le había echado
encima, dejándolo todo maltrecho en una esquina. Sin embargo, Oscar decidió
continuar con su actitud de desprecio al presidente en turno, a pesar de que
hubiera sido todo el grupo de sonorenses quienes le echaron en cara su actitud.
A pesar de que fuera esa la causa de que tuvo que dejar la capital del país,
por haber sido amenazado de muerte.
Después de
la Cd. de México, Oscar regresó a Sonora, y en la Universidad de Sonora, entre
otras posiciones fue Jefe de Prensa del Depto. de Extensión Universitaria. De entonces data una que yo considero entre
sus máximas obras sonorenses, que posteriormente se convertiría en la quinta
edición, la definitiva, del Vocabulario Sonorense. Ese libro, pudo ver la luz
pública gracias a su participación, aunque bajo la dirección reconocida de
Alejandro Sobarzo, hijo. Ese libro
existe gracias a Oscar, según lo reconoce el mismo Oscar Monroy en el prólogo
de la quinta edición del libro cuando nos dice que "ya que fui yo quien a
principio de la década de los sesenta… trabajé sobre los originales del
mismo".
A Oscar le
conocí, creo que en los ochenta, si no antes, cuando acababa de regresar a
Nogales. Por entonces, acostumbraba sentarse a la sombra de las piochas de su
jardín, con un cartón de cervezas que
iba degustando, mientras él compartía la bebida y platicaba mientras avanzaban
las sombras de la tarde sobre la cañada de la
calle en dónde vivía, frente a la biblioteca La Bahía del Silencio. Era
una escena del viejo Nogales que estoy seguro que a Oscar le tocó presenciar, y
decidió repetir después, cuando pudiera.
El tema de
la plática eran los malos del momento, gente maligna que se había convertido con sus
acciones en sujeto de sus iras: a veces eran quejas contra los bancos de
sangre, otras veces contra lo ineficiente del drenaje nogalense. Y ya después,
cuando su salud no le permitió aquellas tardes de solaz esparcimiento,
acostumbraba yo telefonearle para comunicarle ésta o aquella sinvergüenzada del
malo del momento, éste o aquel abuso. Entonces, escuchaba yo cómo Oscar tosía,
perdiendo el habla y la respiración. El respirar de vez en cuando, sobraba en
él. Y mientras, me intentaba convencer de que si no era con la justicia divina,
esos malos se la tendrían que ver con él.
Creo. Es
más, estoy seguro, de que para Oscar era un desperdicio la poesía únicamente
por ser eso, poesía. No se cansaba en remarcármelo. La poesía, la literatura,
cualquier expresión estética humana debían deberse a algo, debían tener un fin ulterior, no ser
únicamente expresiones estériles que emanaran de una mente, sino que debían
intentar aliviar el sufrimiento humano.
Recuerdo,
en cierta ocasión, en que le preguntaba acerca del concepto de bucólico,
relacionándolo con la gente del campo en Sonora, interpretando las acciones de los que conocemos como vaqueros sonorenses carentes de maldad. Tras escuchar esa monserga mía, Oscar me
corrigió: el hombre de campo en Sonora no ha pasado por el "contrato
social rousseano," y por lo tanto
no tiene la traba moral que le frena contra sus acciones malas. Es
decir, es como un niño que no tiene idea de las consecuencias de sus actos. De
momento no le creí, aunque posteriormente me he dado cuenta de que tenía razón:
el sonorense rural es capaz de atrocidades que son indicativas de esa carencia.
En otra
ocasión hablaba con él del papel ideológico de la bruja, que yo interpretaba
superficialmente, aunque recibí una lección: La bruja, me dijo, es una vocación
insatisfecha, la vocación de madre. Consiste en un deseo de superar al destino
propio, de superar al tiempo a través de acciones que trasciendan a lo que le
depara a uno el futuro. Es decir, surge de una vocación maternal insatisfecha.
Fue entonces que me hizo una pregunta retórica para probar su punto ¿De cuantas
brujas. madres, había oído hablar?
Por ello,
estoy seguro de que quien escuche este panegírico, no pensará que Oscar nunca
se equivocó en las cosas importantes. El mismo Oscar nos cuenta en uno de sus libros, "Sueños
sin retorno", acerca de un error que tuvo, principalísimo, con Porfirio
Miranda, quien después se convertiría en filósofo autor de varios libros que
posteriormente, se convertirían en libro de consulta del mismo Oscar, libros
como Hambre y Sed de Justicia, Cambio de Estructuras, Marx y la Biblia, El Ser y el Mesías.
El
enfrentamiento se desarrolló en Guadalajara, cuando Miranda dirigió una burla
de los demás estudiantes en contra de Oscar, o así lo percibió éste, lo que
provocó la ira del joven estudiante y su intento de satisfacción inmediata, ya
que de inmediato intentó enfrentarse con el maestro. De esta manera es cómo el
mismo Oscar nos confiesa la premura que tuvo por exigir aquella satisfacción:
"Al filósofo que descubrió la moral inmoral de Occidente le iba a pegar
yo": "¡De estos errores está hecha mi vida, lector! Siempre queriendo
ascenderla y, siempre tocando el triste barro humano. ¡Mi barro!"
Es decir, estoy seguro de que Oscar fue
elaborando a través de sus acciones una teoría acerca de la ceniza purificadora
de las obras humanas. Es decir, si no hay sufrimiento no hay posibilidad de redención. De esta manera es cómo el sufrimiento, en sí, había convertido a aquel ser
humano que fue Oscar en lo que su cuñado, el Jesuita Javier Avila, definió
durante el sermón con que le despedimos: un ser indispensable.
Por todo ello, estoy seguro de que en este momento de definición entre las posibilidades para nuestro Nogales, para Sonora, para México y para el Mundo, nos hemos quedado sin la conciencia del camino a seguir. Y es que Oscar normaba nuestro criterio, Oscar fue la conciencia de todos de una manera natural, sin intentar serlo por un momento. Hoy lo sabemos, el tiempo ha decidido silenciar definitivamente al profeta.
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